En mis días más oscuros, no fue un adulto quien me abrazó.
Fueron Mario, Donatello y Chun-Li.
Fueron pixeles quienes me enseñaron a resistir.
Una maratón inesperada
Hoy fue un día curioso. Mi roomate me compartió un animé que, en principio, parecía simplemente divertido: Me enamoré de la villana. La premisa es ligera y cómica —una chica juega un videojuego de citas, se enamora de la villana y termina transportada a ese mundo. Nada extraordinario… hasta que me tocó.
Quizá no sea la serie definitiva, pero algo en ella me atravesó. Me hizo reír, sí, pero también me recordó por qué comencé a desarrollar videojuegos. Me recordó lo que significan los personajes cuando el mundo real no alcanza a abrazarte.
Los pixeles que me acompañaron
En mi infancia, los videojuegos eran más que entretenimiento: eran mi refugio. Aunque los juegos de Famicom no tuvieran grandes tramas, sus personajes eran, en muchos sentidos, mis primeros amigos. Cuando las dudas existenciales me dolían más que cualquier regaño, cuando la religión me dejaba más preguntas que respuestas, ahí estaban Mario, Luigi, Donatello, Snow Bros, Ryu de Ninja Gaiden, algún Belmont —y claro, Capulinita, como le decíamos al protagonista de Adventure Island.
Ellos me ofrecieron lo que el mundo no podía: pequeñas victorias, recompensas claras, aventuras con sentido.
Todavía recuerdo ese día: me senté frente a la consola a las 10 de la mañana. Seis horas más tarde, con la cara ardiendo y las manos sudorosas, terminé Snow Bros. Rescaté a la princesa. Fue como escalar una montaña. Nadie me aplaudió, pero yo supe que lo logré. Y ellos —esos personajes— estuvieron conmigo.
El valor de una historia que empieza una y otra vez
En esos años, cada vez que encendía la consola y cargaba el cartucho, el juego comenzaba desde cero. Como la vida misma: te levantas, vuelves a intentar. No importa cuántas veces caigas, siempre hay una nueva princesa que rescatar, un demonio por vencer, un nivel por conquistar.
Y aunque los demás me llamaran tonto, aunque creciera con la idea de que quizá lo era, los videojuegos —sus retos, su lógica, su ritmo— moldearon mi mente. Me enseñaron resiliencia. Me entrenaron para cuestionar la realidad. Me dieron lenguaje cuando el mundo me cerraba la boca.
Animé, dibujos y primeras fantasías
Mucho antes de tener una consola propia, fue el animé quien me abrió esa puerta. Sailor Moon, Dragon Ball, Fly, Street Fighter… esos personajes me enseñaron que podía soñar despierto. Que podía dibujar mi escape.
Recuerdo calcar sus siluetas directamente desde la pantalla del televisor. Mi lápiz temblaba, pero mi corazón se emocionaba. Imaginaba aventuras con Chun-Li, Peach o April O’Neil. Fantaseaba con ser un héroe a la altura de Gokú, no para salvar el mundo… sino para salvarme a mí.
¿Y tú?
¿Tienes personajes que te marcaron?
¿Aquellos a los que volviste en secreto, en sueños o en dibujo?
¿Aquellos que quisiste ser para no desaparecer?
No son solo juegos. No son solo caricaturas. A veces son los únicos que te enseñan que vale la pena seguir jugando.
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